El cantaor jerezano Manuel Soto Loreto, Manuel Torre, (1878-1933) se tiene por uno de los intérpretes cúlmenes de la historia del flamenco. Era un hombre enigmático y “sui generis” que no siempre cantó con brillantez, más bien inconstante, pero con interpretaciones geniales en algunas ocasiones, como veremos. Tan lleno de genialidad y esencia que no es extraño que llamara la atención de Federico García Lorca, que lo tenía como su cantaor favorito.

Aunque el primer nombre artístico que tuvo fue “El Niño de Jerez”, el apodo de “Torre”, (ojo, no Torres, como se ve escrito en algunos poetas o estudiosos del flamenco), le viene por su elevada altura, se dice que unos dos metros, y que ya hereda del que tenía su padre por el mismo motivo. Su infancia se desarrolló por el barrio de San Miguel de Jerez, donde se iniciaría y se empaparía del arte gitano. Después de varios cambios de residencia, se instaló definitivamente hasta su muerte en la calle Amapola en Sevilla, donde vivía con su familia, rodeado de galgos, gallos de pelea y relojes de bolsillo, tres de sus pasiones.

Sus interpretaciones de los palos flamencos fueron anárquicas (tan anárquicas como vivía), solo regladas por su inspiración interior y personal. Si Don Antonio Chacón, el otro gran cantaor de esa época, puede ser la exquisitez y la inteligencia expresadas en el cante, Torre era el bohemio indomable, el imprevisible e instintivo. Un ejemplo de esta libertad interpretativa puede ser la recreación que hace de “Los campanilleros”, cante del Rosario de la Aurora de muchos pueblos de Andalucía, que Manuel escucha en una fiesta y que flamenquiza una noche en Sevilla junto al Niño Ricardo y El Gloria, cante después popularizado por La Niña de la Puebla. También nos sirve de ejemplo la interpretación de la seguiriya, que a partir de Manuel Torre alcanzaría una dimensión nueva y totalmente diferente.

Como ya hemos advertido, esta genialidad alternaba con muchas noches negras. En ellas, era incapaz de cantar mejor que cualquier cantaor de tres al cuarto, pero si le llegaba la inspiración, el “duende” que él tanto defendió, todo cambiaba radicalmente y su cante era portentoso y el público lo tenía por el mejor del mundo. Una de las citas que se le atribuyen que le dijo a un cantaor fue: “tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfarás nunca, porque tú no tienes duende”. O una noche que escuchaba a Manuel de Falla tocando las Noches de los jardines dicen que sentenció: “ lo que tiene soníos negros tiene duende…”. Este concepto de duende servirá de inspiración a Federico García Lorca para sus conferencias sobre el cante jondo, en las que toma como referencia constante a Manuel. Tan es así que en 1933 cuando fue a impartir su teoría del duende en Buenos Aires, tras la muerte del cantaor, le dedique estas palabras: “Manuel: Aquí en la amada Argentina, presento tu voz, recogida en la dramática luna negra de este gramófono. Quiero que la escuches en el inmenso silencio que ahora te rodea: escucha este tumulto de dalias y besos que coloco a tus pies, como rey del cante jondo”

            Pero esta relación artística del poeta y el cantaor ya venía de antes. Ya en 1922, Lorca y Falla invitan al entonces Niño de Jerez al Concurso de Cante Jondo de Granada, para que actúe como invitado. También coincidieron en la fiesta flamenca final del Congreso por el Tercer Centenario de la muerte de Góngora (el encuentro que dio nombre a la Generación del 27) que ofreció Ignacio Sánchez Mejías en su hacienda de Pino Montano. Además Isabel García Lorca recuerda que en la Huerta de San Vicente “teníamos un gramófono y Federico ponía muchos discos de música clásica -sobre todo de Bach y Mozart-, y de cante jondo. Aún conservo los discos de Manuel Torre, la Niña de los Peines y, más que ella, los discos de su hermano Tomás Pavón”. El poeta granadino, incluso, escribió cosas sobre él como: “es el hombre con más cultura en la sangre que he conocido”, que rompía el azogue de los espejos, que era el faraón del cante… Hasta le dedicó los poemas “Viñetas flamencas”, incluidas en Poema de cante jondo con el epígrafe “A Manuel Torres (sic), Niño de Jerez, que tiene tronco de faraón”.

No solo Lorca tuvo contacto con este cantaor, también Fernando Villalón y Rafael Alberti. Este último cuenta en su autobiografía La arboleda perdida cuenta como fue la fiesta flamenca en la finca de Ignacio Sánchez Mejías antes citada:

“…llegaron el guitarrista Manuel Huelva, acompañado por Manuel Torres, el Niño de Jerez, uno de los genios más grandes del cante jondo. Después de unas cuantas rondas de manzanilla, el gitano comenzó a cantar, sobrecogiéndonos a todos, agarrándonos por la garganta con su voz, sus gestos y las palabras de sus coplas. Parecía un bronco animal herido, un terrible pozo de angustias. Mas, a pesar de su honda voz, lo verdaderamente sorprendente eran sus palabras: versos raros de soleares y siguiriyas, conceptos complicados, arabescos difíciles.

¿De dónde sacas esas letras? –se le preguntó.

Unas me las invento, otras las busco.

A propósito –dijo entonces Ignacio–. ¿Por qué no cantas eso que tú llamas “las placas de Egito”?

Sin casi dejarnos tiempo a la sorpresa ante tan peregrino título, Manuel Torres se arrancó un extraño cante, creado totalmente por él. Al acabar, después de un breve silencio estremecido, le rogamos nos explicase cómo había llegado a ocurrírsele aquello.

El gitano, seria y sencillamente, nos contó:

Una noche me llamaron unos señores amigos. Fui. Por más que se bebió y me jalearon, yo no estaba esa noche para cante. Lo poco que hice, lo hice mal. No me salía. La voz no se me daba. Me tuve que marchar muy triste y preocupado. Anduve solo por las calles, sin saber qué hacía. Al pasar por la Alameda de Hércules, me paré ante un kiosco de la feria a escuchar un gramófono. Las placas daban vueltas y vueltas cantando yo no sé qué historia del rey Faraón. Seguí para mi casa con todo aquello en la cabeza. Cuando ya iba pasando por el puente de Triana, se me aclaró la voz de pronto y empecé a cantar eso que acaban de oír ustedes: “Las placas de Egito.”

Nos quedamos atónitos, y más, comprendiendo que lo que el genial cantaor había escuchado en la feria eran seguramente –e Ignacio nos lo corroboró después– algunos discos, que por entonces muchas gentes los llamaban placas, de “La corte de Faraón”, divertida zarzuela, famosísima en toda España. Y aquello que todos pensamos, lógicamente, serían las plagas de Egipto para Manuel Torres fueron las placas, llegando así el gitano por ese camino de lo popular, compuesto a veces de ignorancias o fallas de la memoria, a su rara y magnífica creación: una nueva copla de cante jondo, sin sombra ya de tan absurdo modelo.

 

Otro de sus dichos parece que era que “a quién le gustas cantar, si eso es echar las asauras por la boca”. Un día, cantando una de esas seguiriyas que cambiaron el estilo de este cante, cumplió aquello de echar las asauras y sufrió un vómito de sangre. Ignacio Sánchez Mejías lo puso en manos de sus médicos que le diagnosticaron tuberculosis. Poco después, moría en su casa de la Calle Amapola, rodeado por el entorno humilde en el que murió, sin tan siquiera tener dinero para el entierro. Gracias a Pepe Marchena se sufragaron los gastos del mismo, así como ayudó a paliar la indigencia de la familia con un festival para recaudar fondos para sus herederos. Hoy sus restos descansan en el cementerio San Fernando de Sevilla, junto al mausoleo del torero “Joselito”.

Sin embargo, nos dejó su gran legado musical y flamenco tanto en sus nietos Gaspar de Perrate, Tomás de Perrate o Antonio Brenes; como en cantores fuera de su familia como Antonio Núñez “Chocolate”, la saga de los Agujetas, Manolo Caracol, Antonio Mairena, Terremoto de Jerez, los Moneo, los Sordera, los hermanos Pavón o José Mercé.

 

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